Volvería a Oruro
Cuando dices que vas para Oruro, la gente te hace unas muecas de asco. Oruro es una ciudad minera al sur de La Paz, ubicada a 3700 metros de altura. Es una ciudad fea, con las aceras destrozadas, una arquitectura de mal gusto y una gran cantidad de karaokés y hospedajes baratos. Ciudad de paso para la mayoría de los extranjeros que pasean por Bolivia, rumbo a Sucre, el salar de Uyuni y Potosí, salvo en épocas de Carnaval cuando los bailes de la Morenada y la Diablada atraen a muchos turistas nacionales e internacionales. Seguramente Oruro ha tenido mejores momentos como lo revelan lugarcitos como el Marquis Imperial Hotel y la Confitería Center. Las caras tristes de los orureños dejan entrever lo duro que es vivir por estos parajes del Altiplano. No pierden una oportunidad para explicarte que la minería en Oruro contribuyó al desarrollo del resto del país mientras que su departamento se quedaba estancado. En fin, que Oruro terminaría de deprimir a cualquier persona... Sin embargo, al cabo de un día, empecé a encontrarle encantos, algunos edificios antiguos deteriorados, el caldo de cordero, el café destilado de las confiterías, su estación de trenes en estado de funcionamiento, una rareza en la América Latina de hoy... Cuando me fui, me faltaba recorrer muchas calles, el mercado, la zona de las minas, el santuario de la Virgen del Socavón, conversar con los orureños para escuchar sus historias y anhelos para el futuro de Bolivia. Y pensé ‘volvería a Oruro’. Claro no es un rotundo ‘volveré a Oruro’ pero si se diera una oportunidad, sí volvería a Oruro.